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Recordar es vivir
Por Luis Y. Ríos-Silva
Recordar es vivir. Y quienes crecimos en Bayamón durante una época más sencilla, lo sabemos bien. Éramos jóvenes, sin celulares, sin redes sociales, pero con amistades profundas y encuentros reales. No necesitábamos coordinar por mensajes. Bastaba con salir a la calle, caminar hasta la cancha, pasar por el colmado o el centro del pueblo. Siempre nos encontrábamos. Siempre nos juntábamos. Porque la conexión era del alma, no de señal.
Tomábamos las guaguas pisa y corre para llegar a la Escuela Superior Agustín Stahl. La estación de la AMA —el recordado “corral”— quedaba justo al cruzar la calle, siempre repleta de estudiantes, mochilas, risas y pasos apurados. A veces, el llamado del mar podía más que la campana, y nos fugábamos al Escambrón en la AMA por apenas 25 centavos. No usábamos trajes de baño; con tijerazos bien dados, convertíamos pantalones largos en cortos. Nos bastaba con lo que teníamos. Y éramos felices.
No existía el tren urbano, ni falta hacía. El cine estaba frente a la iglesia, en pleno corazón del pueblo. El Cantón Mall apenas se construía, y el Bayamón Shopping Center era nuestro punto de encuentro para mirar vitrinas, comernos un helado o comprar un cassette nuevo. Allí comenzaban conversaciones, amores adolescentes, historias que hoy aún se recuerdan con cariño.
Jugábamos gallitos, trompo y canicas. La calle era nuestro parque. No teníamos pantallas, pero sí imaginación. Y la música —¡ay, la música!— era la salsa que marcaba el compás de nuestras vidas: La Sonora Ponceña, El Gran Combo, Richie Ray y Bobby Cruz. Cada esquina tenía su radio, y cada barrio su ritmo. La alegría estaba en el ambiente, sin filtros ni pretensiones.
Y cómo olvidar el orgullo deportivo. En 1981, el equipo de Bayamón se coronó campeón, y todo el pueblo celebró con júbilo. Aquella victoria fue más que un triunfo en la cancha; fue una reafirmación del espíritu bayamonés. Se vivía con pasión, se festejaba en comunidad, y cada logro se sentía como propio.
Claro, no todo era armonía. Existía el bullying, las peleas entre grupos, y un fuerte sentido de territorialismo estudiantil. Eran comunes los encontronazos entre los del uniforme blanco y negro del Stahl y los estudiantes de otras escuelas superiores de Bayamón. Se peleaba por una esquina, una cancha, un comentario fuera de lugar o simplemente por orgullo. Era una época intensa, pero con códigos. Y dentro de todo, había respeto.
Hoy vivimos con más tecnología, pero menos encuentros. Más conectividad, pero menos conexión. Se extraña la alegría sencilla, el abrazo sin filtros, la amistad sin pantallas. Tal vez, al recordar, no solo vivimos el ayer, sino que rescatamos algo valioso para el hoy. Porque no se trata de volver atrás, sino de no olvidar lo que nos hizo humanos.
